Escrito por Luis Roca Jusmet
Año
1982. Era una bala perdida. Tenía un trabajo poco interesante y mal
remunerado.Había reiniciado en la Facultad de Filosofía y Ciencias
de la Educación los estudios que años antes había abandonado en la
UAB. Mi amigo Carles trabajaba en Banca Catalana, aunque no lo
parecía. Estaba tan colgado como yo, aunque su trabajo, poco
interesante, era bien remunerado. Como quién no quiere la cosa.
vamos elaborando la fantasía de un viaje a la India. Lo que parecía
una ilusión va tomando cuerpo. En septiembre del mismo año ya
tenemos el billete de Ir India. Yo había viajado, aunque no mucho,
nunca en avión. Al final se ha apuntado una amiga, Montse.
En
aquellos tiempos se tenía el privilegio, con Air India, de viajar
directamente desde Barcelona hasta Delhi. Un magnífico avión, con
imágenes propias de la India, en el que subir sus escaleras era como
empezar el viaje. ¿ Por qué al la India ? La India era para mí la
Tierra Mítica. En mi adolescencia me había fascinado la llamada
"contracultura". Constituía la promesa de una vida
diferente, más allá del entono asfixiante de la familia y de la
sociedad franquista, pero también del individualismo competitivo y
del capitalismo consumista. Era la promesa de una paz interior, de
una serenidad capaz de superar las adversidades. Pero también de una
intensidad desconocida.La búsqueda del Absoluto, como diría
Steiner, era característico de jóvenes como yo, de una generación
que habá huido como de la peste de un catolicismo decadente pero que
buscaba una espiritualidad. El yoga y los libros de Mircea Elíade
parecían un anticipo de la experiencia transformadora que me
esperaba.
No
sé como cojones había conseguido el dinero para ir a la India. Pero
lo conseguí. Me pagué el billete. Aunque sin lujos, con la máxima
austeridad. Nada de aviones para viajar por el interior,nada de
hoteles exóticos lujosos, nada de restaurantes para turistas. Nada
de VISA. El billete de avión de ida y vuelta; del 1 de septiembre
hasta el 1 de octubre. Y una bolsita colgando del cuello con tantos
dólares como considerábamos necesarios. Para pagar lo más tirado
en hoteles, para comer sin lujos y para viajar. Nuestro recorrido era
Delhi-Jaipur-Agra-Benarest-Katmandú. No eran bromas, porque todo el
recorrido por la India era en tren. Luego, desde la frontera hasta
Katmandú, se había de hacer el vaiaje en autocar. Katmandú era ya
el no va más para el sueño hippie.
Al
llegar del aeropuerto una calor asfixiante nos empezó a invadir. Nos
recogió una camioneta y nos condujo a Old Delhi. Aunque Carles y yo
ya habíamos viajado juntos y siempre pacíficamente, solo llegar a
la India empezamos a discutir.El calor nos alteraba y solo la
presencia de Montse suavizaba el ambiente. Las calles, eso sí, era
un baile de colores, sonidos y animación. La pensión era de lo más
cutre, llena de cucarachas, pero me parecía una maravailla. La gente
era pobre, pero no se respiraba miseria. Había como una especie de
aceptación tranquila, como un aire de conformidad con la existencia
que a cada cual le había tocado. Era el karma que cada cual debía
asumir. Y lo hacía sin protestas, sin quejas. Gente tranquila.
Aunque también algún avispado que se parovechaba de los pardillos
como nosotros. Nos estiramos en un parque y un masajista de pies nos
hizo el trbajo. Luego le tuvimos que pagar un precio absolutamente
desorbitado. Fue la novatada. Por la noche hacía calor y salían a
dormir a la calle, a las terrazas. Sin problemas. Yo me sentía
totalmente tranquilo con la bolsa llena de dólares colgando de mi
cuello. Parecía imposible que cualquiera de aquellos indios pudiera
ejercer la más mínima violencia sobre nosotros. Otra cosa era la
persistente demanda de rupias o la negociación de cada cosa que
comprábamos.
Decidimos
invertir el sentido del viaje y dirigirnos directamente a Katmandu,
ya que la calor era insoportable. En Nepal hacía más frío y en
unos días, cuando volviéramos a la India, pensamos que ya haría un
tiempo más apacible. Nos trasladamos para los trámites a New Delhi.
Nada que ver con la parte vieja. Era una parte construida al gusto
inglés para los colonizadores, que ahora habitaban las clases altas.
Pero la burocracia india no tiene prisa. Tardamos tres días en
conseguir el visado. Mientras tanto paseábamos inmerso en un entorno
lleno de estímulos. Los bares eran pequeños cuchitriles en los que
habían más empleados que clientes. Me encantaba el Lassi, que era
yogur líquido con azúcar. Algo peligroso, porque el agua estaba
prohibida. Solo podíamos beber agua embotellada. El picante superaba
con creces lo que aquí consideramos como tal. Las calles era un
encuentro (im)posible entre las bicicletas, los rinkshaw (
conductores de bicicletas portadores de clientes), vacas, coches...
sin más regla que la intuición y la capacidad de reacción del
conductor. Visitamos el Fuerte Rojo, un edificio muy impresionante.
Tren
hacia la frontera con Nepal. Ferrocarril antiguo, donde tres cuartas
partes de la gente que subía era desalojada a la primera parada
porque no tenía billete. Mucha gente vendiendo chai, el té indio
con leche, en las estaciones. Viaje largo, largo, largo e incómodo
que solo fue un aperitivo de lo que nos esperaba una vez llegamos a
Nepal : un larguísimo viaje en autobús. Hasta que finalmente
llegamos a Katmandú. Era una ciudad con una arquitectura
maravillosa, con gente tan tranquila como la de la India.
Arquitectura sagrada, por supuesto, con todo este imaginario
budista-hinduista que tanto nos fascinaba. Pero nos instalamos sobre
todo en Pockara, la ciudad que está tocando al pie del Annapurna (
Himalaya) y a cuyo lado está el lago Phewua. Nos alojamos en un
hostal agradable, llamado Rainbow ( arco iris). Estuvimos disfrutando
de los viajes en una pequeña barca que alquilamos y donde nos
cruzamos con gente que hablaba catalán y que nos dijeron que eran de
Sabadell. Me hubiera gustado probado una tortilla de setas
alucinógenas pero a M:F: le da mal rollo y pasamos. Subimos al
Annapurna y nos perdimos. Pagando conseguimos que un niño que nos
encontramos nos guiara, hasta que, en un momento de despiste
,desapareció corriendo. Al final conseguimos encontrar el camino de
vuelta cruzando arrozales por aquí y por allá. Cada vez que
salíamos a la calle un niño nepalí nos acompañaba. Katmandú está
en un valle impresionante, en el gran Himalaya. La ciudad tiene una
arquitectura magnífica, de casa y templos que forman un conjunto
impresionante, de madera esculpida, ladrillo rojo y techo de cobre.
Vuelta
a la India. Largo viaje en autocar primero y en tren después, hasta
llegar a Benarest ( o Vanarasi) la ciudad sagrada donde los indios
hacia peregrinaciones para bañarse en el río sagrado, el Ganges. El
río era infecto : no nos bañamos. Pronto comprobamos que Benarest
era una ciudad interesante y animada, pero que más que un lugar
austero era un gran bazar. Lo cual no quiere decir que no mantuviera
su carácter de ciudad sagrada. El acto de bañarse de cientos de
indios en cada momento se hacía con la grandeza del ritual. El
contraste era paradójico, por lo menos para mí.Se vendía de todo y
por todos los lugares. No resistimos a la tentación de comprar opio,
sobre todo orientados por una pareja de mallorquines que habíamos
conocido y que eran más experimentados que nosotros. Mucho opio
consumimos. Hasta probamos heroína fumada. Nos transportaba a un
nirvana por la vía más rápida. Un estado de tranquilidad interna
desconocido.
El
resto del viaje nos acompañó el opio, menos a Montse, a la que lo
no le sentaba muy bien, para decir la verdad. Pero Carles y yo
estábamos encantados y lo llevábamos relativamente bien, aunque
ciertamente moviéndonos en el filo de la navaja. Si hubiéramos
traspasado el límite, no hubiéramos llegado al aeropuerto. Pasamos
por Agra y quedamos deslumbrados por el Tat Majal. Jaipur fue también
una ciudad espléndida de una zona diferente, el Punjab.
En
aquel viaje descubrí varias cosas. La primera era que la India era
otro mundo. Otro ritmo, otro entorno, otra manera de vivir. Otra
cultura, en definitiva. Si era mejor o peor era dificil de decir. Era
otra cosa. Aquel viaje era para mí una experiencia extraordinaria
pero para ellos era lo ordinario. No hay otro exotismo que el de lo
diferente, que pierde su sabor cuando se considera lo familiar. En
este sentido me impresionó el encuentro con un joven barcelonés.
Estaba enfermo y cansado después de pasar casi un año en la India.
Era un empleado de correos que había conseguido un año de
excedencia para cumplir su sueño. Un año viajando por la India.
Pero el sueño se había convertido en un infierno. Cuando le
pregunté como lo llevaba me contestó de forma lapidaria : "Harto
de estar harto". Poco que ver con la promesa de una Tierra
Prometida. Lo diferente te lleva a cuestionar lo familiar pero no
puede salir de ti mismo y de ti mismo. Lo que sí puedes hacer, es
abrirte a ti mismo y abrir tu mundo. Pero para esto hay que aprender
de la experiencia, lo que significa abrir los ojos y no tejer
ilusiones ni idealizaciones. Ver las luces y las sombras. Aquí y
allá. En Barcelona y en la India.
Quizás
los únicos paraísos son los artificiales, como decía Baudelaire.
Venía de una generación en la que también creiamos que las drogas
nos abrirían las puertas de la percepción, como decía este libro
de Aldous Huxley que tanto nos gustaba. Probar el opio en la India
formaba parte ya de mi experiencia. Por suerte no me instalé en
ella, pero es una experiencia de la que no reniego, como la de haber
probado mescalina o LSD. Si hubiera seguido este camino no lo estaría
explicando, como otros amigos y conocidos que acabaron muy jóvenes
el viaje de la vida.
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